Antes de la danza
Después de la irrepetible alquimia, a cuatro patas
—y
con nuestra vista cansada de aguardar el momento de
la
salida—
comprendimos la inmensidad
con el temblor de un tamiz más
hilacha que mar.
No sabemos que no sabemos,
pero avanzamos
lentamente
porque hay un rumor
en algún tiempo de nuestro olvido.
Este
camino toca con sus navajas de luz el horizonte,
miles de animales dan sus
tambaleantes pasos
y vuelven el rostro para reconocer su primera
memoria.
La fronda se frota contra el cielo,
el mundo es un cascabel de
mármol
dispuesto a darle música a las criaturas,
a sus extremidades y
torpezas.
«¿Dónde estamos?», se pregunta el oleaje.
Un remolino de sal y
agua desfallece ante la duda.
¿Acaso habrá alguien que ya conozca esta
historia,
se coma su propia sombra y no transpire soledad?
II
No era conmigo el
pleito,
pero empecé a enfrentar la vida.
Agua, mañana, cerilla, pelo,
huesos,
tiempo, equivocación
dibujaron la silueta y la costra en la que me
escondo.
Hice de cuenta que era un viajante
aprendiendo a hacer collares
de hojas secas
y nudos de azúcar.
Escuché a los demás
porque hay que
escuchar el corazón del Universo
y conocí mi miedo,
conocí mi
euforia,
conocí la maldad de mis manos;
quise cortarlas, pero conocí la
nobleza y las perdoné.
De no haber sido así, lo juro,
te las habría
ofrecido a la vinagreta,
porque sé que te gusta mucho ese guiso.
Y porque
te amo tanto.
III
No debemos
adelantarnos en la dramaturgia;
sujeto, verbo y predicado,
sujeto, verbo y
predicado.
A quién le importa el orden
si estamos en medio de una
broma
donde la diversión
es el juego entre la violencia
y la
ingenuidad.
De una forma o de otra están muriendo las flores,
está
muriendo el hombre,
muñeco de madera frente al fuego.
Hemos perdido —lo
decía José Francisco Zapata—
cuando una anciana pide limosna.
IV
¿Qué te dije de las
zonas arqueológicas?
Ah, que en ellas encontramos
esplendores y misterios
fuera de nuestra comprensión.
Pensamos que nuestra piel es la única a la que
le crecen fisuras.
Los otros dolores son piedras de ríos lejanos.
Te lo
digo ahora,
a estas alturas del peñasco,
cuando soy un árbol
yermo
aferrado al quejido del abismo.
V
Las tormentas se
divierten,
perforan la tierra con sus sueños.
Él, tortuga del arenal,
movió su cabeza en un 20 por 30;
en su primigenia caminata
dejó que el
vocablo del apareo
agitara sus sonajas de viento:
«Salí, tortuga del
arenal.
Salí, salí, que te quiero hablar».
Los músicos del océano
descendieron de su hamaca.
Los viajeros se arrojaron a las olas
y danzaron
bajo el sol,
los hornos apretaron entre sus llamas la charcutería,
las
ceibas aplaudieron emocionadas.
Ella, con su temperatura de viento
marino,
una tarde en que dormían todas las algas,
vio a los músicos del
océano descender de su hamaca,
a los viajeros que se arrojaron a las
olas
y danzaron bajo el sol,
observó a los hornos que apretaron entre sus
llamas la charcutería,
a las ceibas que aplaudieron emocionadas
y como
arrecife de coral, lentamente, floreció.
VI
Múltiple lengua de las
paredes
haz que se detenga tu eco de cenizas y cal;
pide que llegue él con
su mirada de ocelote.
Canto de las ramas
que se pronuncie tu consejo
amoroso,
te lo pide la roca,
te lo pide el humus,
hasta mis labios de
vinagre lo suplican.
Inasible sombra, muévete de este sitio espeso.
Y tú,
calandria,
haz de esta caverna un instrumento melodioso
que haga hervir
las hojas del sauce,
levanta sueños como pizca de algodón
y luego
deposítalos en el sexo de los gatos ciegos.
A todos los nuevos árboles,
a
todos los viejos caminos
se los digo:
Su sangre es el sonido acelerado de
un violín
que hace bailar a la linfa del crepúsculo
y a su criatura
consentida, que soy yo.
VII
Estos animales toman
agua en el mismo río,
juegan en el mismo soto,
escuchan el canto del
cenzontle,
¿por qué han de pelear tanto?
VIII
Antes de la
danza
en las calles había espejos imperfectos,
fárfaras sobre paredes
infinitas;
multiplicados en el temblor de la hojarasca
se hallaban rostros
de papel.
Éramos habitantes de una ciudad perecedera
donde un niño
compraba con monedas de chocolate
un poco de distracción
y dejaba que
pasara el viento entre sus manos.
Se extendía en el murmullo de las
tiendas
una red de voces desconocidas;
la historia nacía como un sargazo
de tréboles.
Fue cuando un osario incipiente jugaba con sus llamas.
Éramos
apenas semillas caídas de un costal roto transportado
por Esperanza,
esa
joven que murió
dejando cientos de herederos desconcertados.
Lo mismo nos
daba comer manzanas que tierra, que peces,
nuestra lengua estaba quemada por
el tabaco.
Fueron tiempos
en que el agua brotaba sin que nadie se diera
cuenta que había
sucedido un milagro.
Cuántos cantos rompían vidrios y
nadie escuchaba ni el eco de
sus pasos.
Toda la gente hablaba y hablaba
para decir que el clima era bueno,
que la carne de perro era parte de la
canasta básica
y huían los perros porque su inteligencia no estaba al
margen
del suicidio.
Entonces un oleaje encontró en su propio
cuerpo
caracoles destrozados;
con ellos escribió sobre las rocas
los
gestos y los amores de los árboles.
Entonces aprendí a leer el movimiento y
el deseo
de mi propia naturaleza.