martes, 16 de octubre de 2012


 
Antes de la danza
 
Después de la irrepetible alquimia, a cuatro patas
—y con nuestra vista cansada de aguardar el momento de la
salida—
comprendimos la inmensidad
con el temblor de un tamiz más hilacha que mar.
No sabemos que no sabemos,
pero avanzamos lentamente
porque hay un rumor
en algún tiempo de nuestro olvido.
Este camino toca con sus navajas de luz el horizonte,
miles de animales dan sus tambaleantes pasos
y vuelven el rostro para reconocer su primera memoria.
La fronda se frota contra el cielo,
el mundo es un cascabel de mármol
dispuesto a darle música a las criaturas,
a sus extremidades y torpezas.
«¿Dónde estamos?», se pregunta el oleaje.
Un remolino de sal y agua desfallece ante la duda.
¿Acaso habrá alguien que ya conozca esta historia,
se coma su propia sombra y no transpire soledad?

II
No era conmigo el pleito,
pero empecé a enfrentar la vida.
Agua, mañana, cerilla, pelo, huesos,
tiempo, equivocación
dibujaron la silueta y la costra en la que me escondo.
Hice de cuenta que era un viajante
aprendiendo a hacer collares de hojas secas
y nudos de azúcar.
Escuché a los demás
porque hay que escuchar el corazón del Universo
y conocí mi miedo,
conocí mi euforia,
conocí la maldad de mis manos;
quise cortarlas, pero conocí la nobleza y las perdoné.
De no haber sido así, lo juro,
te las habría ofrecido a la vinagreta,
porque sé que te gusta mucho ese guiso.
Y porque te amo tanto.

III
No debemos adelantarnos en la dramaturgia;
sujeto, verbo y predicado,
sujeto, verbo y predicado.
A quién le importa el orden
si estamos en medio de una broma
donde la diversión
es el juego entre la violencia
y la ingenuidad.
De una forma o de otra están muriendo las flores,
está muriendo el hombre,
muñeco de madera frente al fuego.
Hemos perdido —lo decía José Francisco Zapata—
cuando una anciana pide limosna.

IV
¿Qué te dije de las zonas arqueológicas?
Ah, que en ellas encontramos
esplendores y misterios fuera de nuestra comprensión.
Pensamos que nuestra piel es la única a la que le crecen fisuras.
Los otros dolores son piedras de ríos lejanos.
Te lo digo ahora,
a estas alturas del peñasco,
cuando soy un árbol yermo
aferrado al quejido del abismo.

V
Las tormentas se divierten,
perforan la tierra con sus sueños.
Él, tortuga del arenal, movió su cabeza en un 20 por 30;
en su primigenia caminata
dejó que el vocablo del apareo
agitara sus sonajas de viento:
«Salí, tortuga del arenal.
Salí, salí, que te quiero hablar».
Los músicos del océano descendieron de su hamaca.
Los viajeros se arrojaron a las olas
y danzaron bajo el sol,
los hornos apretaron entre sus llamas la charcutería,
las ceibas aplaudieron emocionadas.
Ella, con su temperatura de viento marino,
una tarde en que dormían todas las algas,
vio a los músicos del océano descender de su hamaca,
a los viajeros que se arrojaron a las olas
y danzaron bajo el sol,
observó a los hornos que apretaron entre sus llamas la charcutería,
a las ceibas que aplaudieron emocionadas
y como arrecife de coral, lentamente, floreció.

VI
Múltiple lengua de las paredes
haz que se detenga tu eco de cenizas y cal;
pide que llegue él con su mirada de ocelote.
Canto de las ramas
que se pronuncie tu consejo amoroso,
te lo pide la roca,
te lo pide el humus,
hasta mis labios de vinagre lo suplican.
Inasible sombra, muévete de este sitio espeso.
Y tú, calandria,
haz de esta caverna un instrumento melodioso
que haga hervir las hojas del sauce,
levanta sueños como pizca de algodón
y luego deposítalos en el sexo de los gatos ciegos.
A todos los nuevos árboles,
a todos los viejos caminos
se los digo:
Su sangre es el sonido acelerado de un violín
que hace bailar a la linfa del crepúsculo
y a su criatura consentida, que soy yo.

VII
Estos animales toman agua en el mismo río,
juegan en el mismo soto,
escuchan el canto del cenzontle,
¿por qué han de pelear tanto?



VIII
Antes de la danza
en las calles había espejos imperfectos,
fárfaras sobre paredes infinitas;
multiplicados en el temblor de la hojarasca
se hallaban rostros de papel.
Éramos habitantes de una ciudad perecedera
donde un niño compraba con monedas de chocolate
un poco de distracción
y dejaba que pasara el viento entre sus manos.
Se extendía en el murmullo de las tiendas
una red de voces desconocidas;
la historia nacía como un sargazo de tréboles.
Fue cuando un osario incipiente jugaba con sus llamas.
Éramos apenas semillas caídas de un costal roto transportado
por Esperanza,
esa joven que murió
dejando cientos de herederos desconcertados.
Lo mismo nos daba comer manzanas que tierra, que peces,
nuestra lengua estaba quemada por el tabaco.
Fueron tiempos
en que el agua brotaba sin que nadie se diera cuenta que había
sucedido un milagro.
Cuántos cantos rompían vidrios y nadie escuchaba ni el eco de
sus pasos.
Toda la gente hablaba y hablaba para decir que el clima era bueno,
que la carne de perro era parte de la canasta básica
y huían los perros porque su inteligencia no estaba al margen
del suicidio.
Entonces un oleaje encontró en su propio cuerpo
caracoles destrozados;
con ellos escribió sobre las rocas
los gestos y los amores de los árboles.
Entonces aprendí a leer el movimiento y el deseo
de mi propia naturaleza.

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